147. Esto requiere un camino pedagógico, un proceso que incluye
renuncias.
Es una convicción de la Iglesia que muchas veces ha sido rechazada, como si
fuera enemiga de la felicidad humana.
Benedicto XVI recogía este cuestionamiento con gran claridad:
«La Iglesia, con sus preceptos y prohibiciones, ¿no
convierte acaso en amargo lo más hermoso de la vida? ¿No pone quizás carteles
de prohibición precisamente allí donde la alegría, predispuesta en nosotros
por el Creador, nos ofrece una felicidad que nos hace pregustar algo de lo
divino?»[142].
Pero él respondía que, si bien no han faltado exageraciones o ascetismos
desviados en el cristianismo, la enseñanza oficial de la Iglesia, fiel a las
Escrituras, no rechazó «el eros como tal, sino que declaró guerra a su
desviación destructora,
puesto que la falsa divinización del eros [...] lo priva de su
dignidad divina y lo deshumaniza»[143].
148. La educación de la emotividad y del instinto es necesaria, y para
ello a veces es indispensable ponerse algún límite.
El exceso, el descontrol, la obsesión por un solo tipo de placeres, terminan
por debilitar y enfermar al placer mismo[144], y dañan la vida de la familia.
De verdad se puede hacer un hermoso camino con las
pasiones,
lo cual significa orientarlas cada vez más en un proyecto de autodonación y
de plena realización de sí mismo, que enriquece las relaciones
interpersonales en el seno familiar.
No implica renunciar a instantes de intenso gozo[145],
sino asumirlos como entretejidos con
otros momentos de entrega generosa, de espera paciente, de cansancio
inevitable, de esfuerzo por un ideal. La vida en familia es todo eso y merece ser vivida entera.
149. Algunas corrientes espirituales insisten en eliminar el deseo para
liberarse del dolor.
Pero nosotros creemos que Dios ama el gozo del ser
humano, que él creó todo «para que lo disfrutemos» (1 Tm 6,17). Dejemos brotar la alegría ante su ternura cuando nos
propone:
«Hijo, trátate bien [...] No te prives
de pasar un día feliz» (Si 14,11.14).
Un matrimonio también responde a la
voluntad de Dios siguiendo esta invitación bíblica: «Alégrate en el día feliz»
(Qo 7,14).
La cuestión es tener la libertad para aceptar que el placer encuentre otras
formas de expresión en los distintos momentos de la vida, de acuerdo con las
necesidades del amor mutuo.
En ese sentido, se puede acoger la propuesta de
algunos maestros orientales que insisten en ampliar la consciencia, para no
quedar presos en una experiencia muy limitada que nos cierre las
perspectivas.
Esa ampliación de la consciencia no es la negación o destrucción del deseo
sino su dilatación y su perfeccionamiento.
Dimensión
erótica del amor
150. Todo esto nos lleva a hablar de la vida sexual del matrimonio.
Dios
mismo creó la sexualidad,
que es un regalo maravilloso para sus creaturas.
Cuando se la cultiva y se evita su
descontrol, es para impedir que se produzca el «empobrecimiento de un valor
auténtico»[146].
San Juan Pablo II rechazó que la enseñanza de la
Iglesia lleve a «una negación del valor del sexo humano», o que simplemente
lo tolere «por la necesidad misma de la procreación»[147].
La necesidad sexual de los esposos no es objeto de menosprecio, y «no se
trata en modo alguno de poner en cuestión esa necesidad»[148].
151. A quienes temen que en la educación de las pasiones y de la
sexualidad se perjudique la espontaneidad del amor sexuado, san Juan
Pablo II les respondía que el ser humano «está llamado a la plena y
madura espontaneidad de las relaciones», que «es el fruto gradual del
discernimiento de los impulsos del propio corazón»[149]. Es algo que se conquista, ya que todo ser humano «debe aprender con
perseverancia y coherencia lo que es el significado del cuerpo».[150]
La sexualidad no es un recurso para gratificar o entretener, ya que es un
lenguaje interpersonal donde el otro es tomado en serio, con su sagrado e
inviolable valor. Así, «el corazón humano se hace partícipe, por decirlo así,
de otra espontaneidad»[151].
En este contexto, el erotismo aparece como manifestación específicamente
humana de la sexualidad. En él se puede encontrar «el significado esponsalicio
del cuerpo y la auténtica dignidad del don»[152]. En sus catequesis sobre la teología del cuerpo humano,
enseñó que la corporeidad sexuada «es no sólo fuente
de fecundidad y procreación», sino que posee «la capacidad de expresar el
amor: ese amor precisamente en el que el hombre-persona se convierte en don»[153].
El más sano erotismo, si bien está unido a una búsqueda de placer, supone la
admiración, y por eso puede humanizar los impulsos.
152. Entonces, de ninguna manera podemos
entender la dimensión erótica del amor como un mal permitido o como un peso a
tolerar por el bien de la familia, sino como don de Dios que embellece el
encuentro de los esposos.
Siendo una
pasión sublimada por un amor que admira la dignidad del otro, llega a ser una
«plena y limpísima afirmación amorosa», que nos muestra de qué maravillas es
capaz el corazón humano y así, por un momento, «se siente que la existencia
humana ha sido un éxito»[154].
Violencia y manipulación dentro del matrimonio
153. Dentro del contexto de esta visión positiva de la sexualidad, es
oportuno plantear el tema en su integridad y con un sano realismo. Porque no
podemos ignorar que muchas veces la sexualidad se despersonaliza y también se
llena de patologías, de tal modo que «pasa a ser cada vez más ocasión e
instrumento de afirmación del propio yo y de satisfacción egoísta de los
propios deseos e instintos»[155].
En
esta época se vuelve muy riesgoso que la sexualidad también sea poseída por
el espíritu venenoso del «usa y tira». El cuerpo del otro es con frecuencia
manipulado, como una cosa que se retiene mientras brinda satisfacción y se
desprecia cuando pierde atractivo.
¿Acaso se pueden ignorar o disimular las constantes formas de dominio,
prepotencia, abuso, perversión y violencia sexual, que son producto de una
desviación del significado de la sexualidad y que sepultan la dignidad de los
demás y el llamado al amor debajo de una oscura búsqueda de sí mismo?
154. No está de más recordar que, aun dentro del matrimonio, la
sexualidad puede convertirse en fuente de sufrimiento y de manipulación.
Por
eso tenemos que reafirmar con claridad que «un acto conyugal impuesto al
cónyuge sin considerar su situación actual y sus legítimos deseos, no es un
verdadero acto de amor; y prescinde por tanto de una exigencia del recto
orden moral en las relaciones entre los esposos»[156].
Los actos propios de la unión sexual de los cónyuges responden a la
naturaleza de la sexualidad querida por Dios si son vividos «de modo
verdaderamente humano»[157].
Por eso, san Pablo exhortaba:
«Que nadie falte a su hermano ni se aproveche de él» (1 Ts 4,6).
Si bien él escribía en una época en
que dominaba una cultura patriarcal, donde la mujer se consideraba un ser
completamente subordinado al varón, sin embargo enseñó
que la sexualidad debe ser una cuestión de
conversación entre los cónyuges: planteó la posibilidad de postergar las
relaciones sexuales por un tiempo, pero «de común acuerdo» (1 Co 7,5).
155. San Juan Pablo II hizo una advertencia muy sutil cuando dijo que el
hombre y la mujer están «amenazados por la insaciabilidad»[158]. Es decir, están llamados a una unión cada vez más intensa, pero el
riesgo está en pretender borrar las diferencias y esa distancia inevitable
que hay entre los dos.
Porque cada uno posee una dignidad propia e
intransferible.
Cuando la preciosa pertenencia recíproca se
convierte en un dominio, «cambia esencialmente la estructura de comunión en
la relación interpersonal»[159].
En la lógica del dominio, el dominador también termina negando su propia
dignidad[160], y en definitiva deja «de identificarse subjetivamente con el propio
cuerpo»[161], ya que le quita todo significado. Vive el sexo como evasión de sí
mismo y como renuncia a la belleza de la unión.
156. Es importante ser claros en el rechazo de
toda forma de sometimiento sexual.
Por ello conviene evitar toda interpretación inadecuada del texto de la carta
a los Efesios donde se pide que «las mujeres estén sujetas a sus maridos» (Ef
5,22). San Pablo se expresa aquí en categorías
culturales propias de aquella época, pero nosotros no debemos asumir ese
ropaje cultural, sino el mensaje revelado que subyace en el conjunto de la
perícopa. Retomemos la sabia explicación de san Juan Pablo II:
«El
amor excluye todo género de sumisión, en virtud de la cual la mujer se
convertiría en sierva o esclava del marido [...]
La comunidad o unidad que deben formar por el matrimonio se realiza a través
de una recíproca donación, que es también una mutua sumisión»[162].
Por eso se dice también que «los maridos deben amar a sus mujeres como a sus
propios cuerpos» (Ef 5,28). En realidad el
texto bíblico invita a superar el cómodo individualismo para vivir referidos
a los demás, «sujetos los unos a los otros» (Ef 5,21).
En el matrimonio, esta recíproca «sumisión» adquiere
un significado especial, y se entiende como una pertenencia mutua libremente
elegida, con un conjunto de notas de fidelidad, respeto y cuidado.
La sexualidad está de modo inseparable al servicio de esa amistad conyugal,
porque se orienta a procurar que el otro viva en plenitud.
157. Sin embargo, el rechazo de las
desviaciones de la sexualidad y del erotismo nunca debería llevarnos a su
desprecio ni a su descuido.
El ideal del matrimonio no puede configurarse sólo como una donación generosa
y sacrificada, donde cada uno renuncia a toda necesidad personal y sólo se
preocupa por hacer el bien al otro sin satisfacción alguna.
Recordemos
que un verdadero amor sabe también recibir del otro, es capaz de aceptarse
vulnerable y necesitado, no renuncia a acoger con
sincera y feliz gratitud las expresiones corpóreas del amor en la caricia, el
abrazo, el beso y la unión sexual.
Benedicto XVI era claro al respecto:
«Si
el hombre pretendiera ser sólo espíritu y quisiera rechazar la carne como si
fuera una herencia meramente animal, espíritu y cuerpo perderían su dignidad»[163].
Por esta razón, «el hombre tampoco
puede vivir exclusivamente del amor oblativo, descendente.
No puede dar únicamente y siempre, también debe recibir.
Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don»[164].
Esto supone, de todos modos, recordar que el
equilibrio humano es frágil, que siempre permanece algo que se resiste a ser
humanizado y que en cualquier momento puede desbocarse de nuevo, recuperando
sus tendencias más primitivas y egoístas.
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